El fútbol es un negocio. Un deporte, en realidad, convertido en un monumental negocio. Sin embargo, hay un espacio (enorme, tan inabarcable como difícil de explicar) para la pasión. La genuina, la que nace desde el corazón. El caso Lucas Zelarayán, el número 10 de Belgrano, de 33 años y figura de la Liga Profesional, es el ejemplo ideal.
El Chino, como señala su apodo, el Armenio, como indica su sangre y la travesía de selección, volvió por amor a los colores. Sin vueltas: tenía todo para seguir en el exterior (Tigres, de México, Columbus Crew, de Estados Unidos y Arabia Saudita), pero prefirió volver al Barrio Alberdi. A Belgrano, su casa.
La rompe en el torneo Clausura y en la Copa Argentina: cuando hace un gol, se emociona al borde de las lágrimas. Cuando declara, se quiebra. Un desborde pasional. Sin títulos, sin vueltas olímpicas de por medio: solamente ponerse la camiseta y jugar.
Por fortuna, hay otros ejemplos a lo largo de la historia del fútbol argentino. Zelarayán no es el único, pero su magia y sus lágrimas conmueven en tiempos de drásticos cambios de camiseta y falsos besos al escudo. “El Chino me parece un crack, me encanta que sea fanático de Belgrano. Él pudo cumplir su sueño y para mí eso es magnífico. Ojalá que le hagan un monumento algún día”, sostiene Ricardo Zielinski, otro símbolo que volvió a vestirse de celeste.