Otro miércoles de queja, otra Plaza del No y otro día de intimidatorio despliegue de efectivos, pero también de peculiaridades. Una, fácilmente detectable y de la que se derivan otras, fue su carácter muy nutrido, lo que contuvo los palos, los gases y las balas de goma de las policías bravas de Patricia Bullrich. De allí surge mucho por analizar.
Los miércoles, se sabe, son los días en los que numerosos jubilados avisan, una y otra vez a una sociedad globalmente indiferente, que no aceptan el destino de extinción dolorosa que se les impone. Pero ayer se sumaron a ellos el personal médico y no médico del hospital pediátrico Garrahan, investigadores del CONICET, personas con discapacidad y sus familiares, militantes del movimiento Ni Una Menos, docentes, intelectuales preocupados por el deterioro de la democracia, artistas y hasta migrantes. Fue, ante todo, la protesta de los más débiles, víctimas predilectas de una política económica que persigue el objetivo loable del equilibrio fiscal aplaudiendo a los evasores y renunciando a reclamarles a los más ricos y a empresarios eternamente subsidiados que asuman la carga que les corresponde por vivir y prosperar en lo que, se supone, todavía es una sociedad.
Adhirieron a la manifestación las dos CTA, ATE, movimientos sociales y agrupaciones políticas de izquierda y de raigambre peronista. Sin embargo, esas víctimas primordiales del modelo anarcocapitalista –cuyo mantra es el desmantelamiento del Estado nacional, la desgravación de los ricos y el traslado de todas las competencias y cargas presupuestarias a provincias y municipios desfinanciados– no dejaron de exhibir la fragmentación de sus demandas y, como el reflejo opuesto que devuelven los espejos, su orfandad de representación política agregadora.